Que la historia comenzó con una escena bastante especial.
Un hombre muere, lentamente, penosamente, por una espina de pescado que
atravesó los caminos y llegó al pulmón. La agonía duró varias horas, casi un
día, y desde el primer minuto, cuando sintió la espina herirle la garganta y
vio el brillo cínico en el ojo frito del pez, supo que moriría. No había como
evitarlo ni cómo hacerlo más fácil. La razón no era la muerte, sino el dolor.
Que el pez fue cazado en sus propias tierras, a pocos
kilómetros de aquí, en la única ciénaga que dejaron viva. Apenas para que los
hijos jugaran a los pescadores y alguna sirviente cogiera un pesca’o pal
desayuno. Que se hubiera tratado de un pez cualquiera si no fuera bocachica. Y
que él mismo, el Patrón, dio la orden de limpiarlo, quitarle las escamas y
sajarlo bien.
La niña que
brilló en el ojo frito del pescao sudao había jurado vengarse. Pero era niña.
Pero era pobre. Esa historia ya la leímos. Que sobre ella y su familia se vino
abajo la tragedia de los hombres del fuego, de la cocaína y del ganado. Mala
suerte, amor, naciste en el exacto lugar donde alguien quería sentar una
carretera, un cultivo de palma, una hidroeléctrica o el paraíso dominical para
que sus muchachos aterrizaran los Blackhawks. Que eso dicen del azar, amor.
Pero la niña no era tan bruta como se pensaba. O no tan buenacita la pobrecita.
Que nunca se
sabe de lo que el dolor es capaz. Las vueltas que da la vida. Que la venganza
se cocina en bajito aunque el pescao se frite en fuego máximo. Rapidito: la
venganza es lenta. La niña supo que también moriría. Desterrada, le dejaron un
virus como regalo. Y sin importarle lo que fuera que Dios dijera, ella se
empecinó en su venganza. Dios, o sabría entender o la volvería a violar, a descuartizar.
Que nada a perder no que nada, que.
Fueron seis,
siete años después. Había conocido a un hombre cuyos efluvios de grandeza le
parecían coincidentes con los que ella imaginaba que debía tener alguien para
masacrar tanta gente. Que se trataba de un viejo político no tan viejo que
vivía ahora, retirado, en la hacienda. La hacienda que más creció en la región.
Que tenía miles de cabezas de ganado y que centenas de hectáreas de palma
constaban en los libros de contabilidad. Algunas carreteras, cultivo de
caimanes, jabalís, búfalos e hipopótamos, y un megaproyecto binacional de
energía limpia y necesaria para el progreso. Y que además, una vasta zona
montañosa dedicada al cultivo de coca y al entrenamiento de ejércitos
exterminadores. Entonces se ofreció como empleada y cocinera. Tenía 12 años.
Y si pudiera el
lector de estas letras muertas haber visto el brillo en el ojo salado del
pescao, entendería lo que aquí se cuenta. El brillo contó la historia en un
segundo y en las interminables horas que duró la agonía del hombre. No había
nadie en casa, más que una vieja cocinera, negra palenquera y talvez bruja, que
había llegado llorando la muerte de la empleadita unos meses atrás. Nadie. La
niña murió unos meses atrás. Tan jovencita, tan triste, tan enfermita, tan
indefensa; se fue yendo con el río y nunca más apareció. Nadie. Que la negra se
limitó a observar cada minuto de la agonía del patrón, de cuclillas, bajo una
estatua de San Judas. Él patrón la miraba pidiendo auxílio. Ella era tan poca
cosa y ¡tan poca cosa nada podría hacer! El brillo del pez muerto comenzó
contándole al hombre el fuego sobre los tejados, las vísceras al aire, los
sexos erectos de sus mensajeros que nunca acababan de eyacular. El brillo le
quemó el oído al hombre, mientras la espina bajaba despacito y rasgaba el
esófago. Espina afilada durante tantos años. El hombre sentía el sabor de la
sangre, pero sospechaba que no era la suya. Y sospechaba bien.
Que la espina
sangraba. Eso nadie lo podría contar porque nadie nunca lo pudo ver. Pero el
hombre sintió y la negra supo. Sangraba la espina. Sangres negras, rojas,
verdes de tan rabiosas.
Cuando la niña
tuvo certeza de que él era la persona a la que buscaba, se concentró en el
procedimiento detallado de su venganza. Que comenzaba con su propia muerte.
Había leído “El Secreto”, el Patrón se lo había regalado de navidad para que se
superara, para que creciera, para que alcanzara sus metas. Que lo tomara a él
como ejemplo, muchachito escalzurria’o que había nacido. “El Secreto”, quién lo
creyera. Lo leyó, entendió y le creyó. La suprema felicidad se habría ante sus
ojos de niña recién menstruada. El río la esperaba, una vez más, siempre el río
que…
Una vez confirmó
que estaba muerta se hizo pez, como es obvio a estas alturas de la historia y
recorrió ciénagas y ríos juntando amarguras, rencores y odios. Vio mucho dolor
dejado atrás. Vio a sus padres y hermanos pudriéndose bajo el agua entre restos
de mierda humana, de refinerías y de barcos cargados de votos. Subió montañas
como los salmones y aguantando la respiración intentó ver desde lo alto de los
páramos las inmensidades florecientes de las haciendas nuevas y el trepidar
luminoso de las periferias de las ciudades. Una cometa le llamó la atención.
Una cometa chiquitita en lo alto de la cordillera que jugaba con un niño en la
tierra. Visitó lodazales donde cerdos navideños se divertían y aprovechaban las
viandas y los buenos tratos a sabiendas que la cuchillada inevitable estaba
cerca.
Luego la
niña-pez intentó llegar al caño por el que su papá sacaba los peces de la
ciénaga para venderlos en el pueblo. Pero caño, ciénaga y pueblo estaban
cubiertos de palmas adolescentes, minas de oro verde. Que la escuelita del
pueblo se transformó en bodega y el puesto de salud en dormitorio para vigilantes
y trabajadores. Que la niña no vio nada de eso, porque no pudo llegar hasta
allá pues agua ya no había, sino que fue recolectando informaciones que
gavilanes, culebras y vientos contradictorios le traían. No había nada. Tan
sólo su dolor y entonces saltó directamente del agua a las manos de la vieja
bruja y supo que el aceite caliente apenas le detendría un corazón hace tiempos
marchito. Nada más que el corazón.
El resto es ver
al hombre morir. Verlo sufrir y regocijarnos de placer. Es verle el intento por
decir alguna cosa pero apenas extender con dificultad su cuerpo sobre la mesa,
gemir como un animal herido, saber que perdía para siempre su voz terrible, su
voz de Dios. Y ver a la negra palenquera blanquear el ojo, escupir tabaco,
doblar su espina dorsal como la más anciana de las esclavas y rezar algún
rosario con las vísceras del pescado aún sangrantes y tibias. Verla recibir de
algún más allá una voz de horroroso dulzor que durante las próximas cuatro
horas le susurraría al hombre cosas que sólo él entendería. Fonemas que lo
hacían retorcer de amargura, que le intensificaban el dolor hasta el punto de
comenzar a golpearse la cabeza, la garganta y el estómago para ver si de una
vez por todas moría. Que a los ojos del hombre los cubrió una nube absoluta,
negra, de tormenta sobre el rio, o la más duradera de las miserias. Que de su
piel brotaba bilis hedionda.
La negra bañaba
el cuerpo convulcionado con la grasa amarillenta del pez –que la muerte es
líquido que no penetre- y que entre el ombligo y el pubis hizo un corte pequeño
y profundo, que no sangró, y que cerró con tres espinas después de embutir las
vísceras rezadas. Sus sonidos ininteligibles, paladares, percutivas, de
círculos concentricos y bés abultadas. Y el santo sonreía en su estatua de
porcelana española de milquinientos.
Que el hombre
luchó las últimas horas sobre sus propias heces, llorando linfa, sudando bilis,
comiendo sangre, hasta que de tanto herirse con cuchillos e cementos, la muerte
pequeña fue obligada a asistir. La negra que cayó en algún rincón y durmió
exhausta. Es tan bello el atardecer en estas tierras. Que las cigarras, las
garzas, los sapos, los micos… El olor de los naranjales que llegará hasta el
mar.
El hombre murió,
la niña murió, la negra fue golpeada y quemada viva por los guardianes del
Señor y toda la belleza acabó como siempre acaba. Hubo tragedia nacional. No.
Que hay un flujo que no vemos, un rocío bajo el suelo. Que ya casi es navidad y
que en las mesas abundantes de las gentes bendecidas, aún de luto por la muerte
del inspirador, estarán servidos en abundancia cerdos, patos, conejos, peces,
ranas, codornices y pavos que escucharon atentos el secreto que aquel pez tenía
para contarles.