Prefiere hacer una
burbuja y verla flotar hasta quebrar el límite de los mundos, verla asomar su
fragilísima trompa de arco-iris, y a través de ella, reluctante en la
superficie, en el segundo antes de que se entregue por completo a su otra,
aérea naturaleza, ver el sobrevuelo de los gavilanes. Son los últimos rayos del
sol. Prefiere sentir las dos mil bocas que durante horas roban de su piel
gruesa insectos, plancton, cadáveres, restos de día, y que dejan, a cambio, el
indecente placer de la sutilidad. Prefiere ver las formas arredondeadas de su
gigantesco cuerpo balanceado por la corriente que viene de las montañas
orientales, saber que sus yuntas, vértebras e inquietudes se entregan al agua,
se ajustan, se transforman en algas o en versos plásticos. Y después, en algún
después de todo esto que nadie sabe cuando, o si fue por acordarse de que era
mamífero o porque algo allá afuera le pareció más bello… después salir y
respirar en la superficie y al final, al final de todo, prefiere hacer el amor
durante horas, aunque no lo llame así ni sepa de horas, en la apenas vibrátil
excitación de su vejez.
Prefiere no
hablar. Olvidar el corazón histérico que le tocó al nascer, suricato
hiperquinético, tan lleno de vida, pisando los mundos en su velocísima carrera,
sin conseguir ver el tronco con el que se estrella, mas apenas rebotar y seguir
corriendo. Prefiere hacer de cuenta que ese tal corazón que ahora, antes de
dormir, comienza a latir, no es el suyo, que podría haber sido un implante
fraudulento, un engaño de la genética, y no el residuo irreductible de la
transformación. Se agita, sus orejas tiemblan y ya que el cuerpo anciano no
puede, tras el velo de sus ojos el mundo gira como maquinita centrifugadora, se
despedaza, se descompone, se desgarra atroz, mientras todos duermen. Prefiere
sonreír, colocar el corazón en una cuna de agua pasando para que se agite según
su voluntad. Y puedan descansar.