“Y ¿habrá niño tan bestia que necesite látigo
para volverse gente y hacer su obligación?”
para volverse gente y hacer su obligación?”
Chanchito. Rafael Pombo
La Mantis y el muchachito
Un muchachito es obligado por sus padres a pasar vacaciones en la finca de tierra caliente. Sirve a él como terapia para la ansiedad; a ellos, como descanso.
La Mantis anda por ahí, filosofando, tejiendo la respuesta sobre el sentido de estar viva. Camina lenta y sin complicaciones hasta una cajita gris de luz saltona, brillante y hermosa.
Decide entonces, la lánguida Mantis, atender las incandescencias que ella siente como caricias divinas. Estira su cuello paludo. Se ubica justo frente a la ventana que escupe luces y se asusta de la fascinación que siente. Pero no entiende nada. Es dominada por una sutil ebriedad que no alcanza a descifrar... esta luz dulce y tibia, tan pegajosa: y yo solita en esta noche de lluvia intensa.
De repente, con sus ojos granangulares, ve una masa gigante que se acerca velozmente a ella. La Mantis siente un halo de violencia demasiado poderoso. Pobre Mantis, tan inútil, tan intelectual... Un tremendo golpe, el estallido y la oscuridad. De nada sirvieron, pequeña Mantis, el balanceo de boxeadora curtida, tu postura amenazante ni las diminutas espuelas que tanta seguridad te prodigan.
El muchachito se levanta enfurecido, enciende la luz y ve a ese maldito bicho alejarse turuleto (¡pero vivo!) del televisor despedazado. La Mantis Religiosa, sin dejar de huir, trata de comprender la desdicha que ha de sustentar semejante acto, pero es difícil, porque le duele la pata que ya no tiene. De entre los trozos de la pantalla rota el pequeño recupera su zapato, insecticida hasta hoy infalible, sin imaginar que, en dos minutos, cuando su fogoso corazón se tranquilice, la soledad de la selva será desbordante: ha acabado con su único verdadero amigo.
Comienza la terapia prevista.
La Mantis anda por ahí, filosofando, tejiendo la respuesta sobre el sentido de estar viva. Camina lenta y sin complicaciones hasta una cajita gris de luz saltona, brillante y hermosa.
Decide entonces, la lánguida Mantis, atender las incandescencias que ella siente como caricias divinas. Estira su cuello paludo. Se ubica justo frente a la ventana que escupe luces y se asusta de la fascinación que siente. Pero no entiende nada. Es dominada por una sutil ebriedad que no alcanza a descifrar... esta luz dulce y tibia, tan pegajosa: y yo solita en esta noche de lluvia intensa.
De repente, con sus ojos granangulares, ve una masa gigante que se acerca velozmente a ella. La Mantis siente un halo de violencia demasiado poderoso. Pobre Mantis, tan inútil, tan intelectual... Un tremendo golpe, el estallido y la oscuridad. De nada sirvieron, pequeña Mantis, el balanceo de boxeadora curtida, tu postura amenazante ni las diminutas espuelas que tanta seguridad te prodigan.
El muchachito se levanta enfurecido, enciende la luz y ve a ese maldito bicho alejarse turuleto (¡pero vivo!) del televisor despedazado. La Mantis Religiosa, sin dejar de huir, trata de comprender la desdicha que ha de sustentar semejante acto, pero es difícil, porque le duele la pata que ya no tiene. De entre los trozos de la pantalla rota el pequeño recupera su zapato, insecticida hasta hoy infalible, sin imaginar que, en dos minutos, cuando su fogoso corazón se tranquilice, la soledad de la selva será desbordante: ha acabado con su único verdadero amigo.
Comienza la terapia prevista.